La Leyenda Negra, como propaganda antiespañola, empieza a fraguarse a partir de mediados del siglo XVI coincidiendo con la rebelión de los Países Bajos contra el gobierno de Felipe II. Sin embargo, algunos autores establecen antecedentes de esta hostilidad hacia los españoles principalmente en Italia, aunque también en Alemania y Francia.
Los antecedentes italianos se remontan al siglo XIII cuando el reino de Aragón se extendía por el Mediterráneo hasta Nápoles y Sicilia. La competencia comercial de los mercaderes catalanes y la posterior imposición de tributos por parte de la administración española suscitará odios entre los italianos. Odios injustificados, pues, por una parte, es Castilla la que seguirá cargando con el mayor peso fiscal en cuanto al mantenimiento del Imperio, posesiones italianas incluidas, y, por otra, la defensa de Italia frente a la amenaza turca depende básicamente del Imperio español. También la administración de justicia española habrá de toparse con los privilegios de la desplazada aristocracia italiana. Ésta, apelando a sentimientos nacionalistas, conseguirá finalmente que el pueblo italiano también se resienta contra los españoles a pesar de que el sistema judicial hispano era generalmente benévolo e imparcial a nivel popular.
Los italianos tampoco digieren bien, dada su condición de descendientes de la antigua y refinada Roma, estar bajo el dominio de un pueblo al que consideran de inferior cultura. Los españoles son presentados como bárbaros, irreligiosos e ignorantes. También son considerados inferiores desde el punto de vista racial pues, por su historia, son mezcla de judíos y moros. Por ejemplo, en el siglo XV, el papa Borgia, Alejandro VI, será calificado de «marrano y circuncidado» debido a su origen español y, en torno a él y a su familia se irá formando también una particular leyenda negra. Curiosamente una de las instituciones españoles más criticada por la Leyenda Negra será la Inquisición, dedicada precisamente a la eliminación de influencias judías y musulmanas. Por lo tanto, España será alternativamente condenada por ser mezcla de hebreos y moriscos y por su intolerancia hacia los mismos. La hispanofobia italiana se basará principalmente en la impotencia ante la hegemonía de un país al que se considera inferior cultural y racialmente.
El Saco de Roma (1527) por las tropas de Carlos I en su enfrentamiento con los Estados Pontificios no contribuyó precisamente a apaciguar las críticas italianas. Los españoles cargaron con toda la culpa a pesar de que representaban menos de un tercio de toda la tropa. Los otros dos tercios estaban formados por mercenarios alemanes (lansquenetes) y por soldados ¡italianos!
Los antecedentes alemanes de la Leyenda Negra se originan con la guerra que Carlos V mantuvo con los príncipes protestantes germanos de la liga de Esmalcalda. El emperador defendía el catolicismo romano frente a la reforma luterana por la que tomaba partido la liga. Si a esto añadimos el incipiente nacionalismo alemán, el antijudaísmo, ya patente en Lutero, y el sentimiento nórdico de superioridad racial hacia italianos, españoles y judíos, tenemos todos los ingredientes necesarios para entender el antiespañolismo y el antipapismo germanos.
En Francia los sentimientos antiespañoles están ligados a la política imperial española en Europa durante los siglos XV y XVI por la que Francia se vio, por una parte, frustrada en sus ambiciones sobre Italia y, por otra, encerrada entre las posesiones españolas en Europa.
Toda esta hispanofobia, fruto de las rivalidades económicas, de la política imperial española en Europa, de sentimientos nacionalistas y anticatólicos y de superioridad cultural y racial y, por supuesto, del descubrimiento del Nuevo Mundo por parte de España, cristaliza a partir de mediados del siglo XVI cuando los intereses holandeses e ingleses entran en colisión con el Imperio español.
En los años 60 del siglo XVI, durante el reinado de Felipe II, tiene lugar la rebelión de los Países Bajos. En principio, no se trataba de una revuelta popular sino de una conspiración gestada por la nobleza local usando técnicas de propaganda contra el gobierno español, la Iglesia católica y la Inquisición. La mayoría de la población seguía siendo católica pero ciertos nobles flamencos usaron la ideología de la Reforma protestante como instrumento nacionalista para conseguir independizarse de España. La Monarquía Hispánica, en su intento por mantener el ortograma imperial católico en Europa, tuvo que enfrentarse abiertamente al ámbito protestante, Países Bajos e Inglaterra, que es de donde le lloverán las críticas más feroces.
La revuelta en los Países Bajos empezó ante las medidas militares y religiosas tomadas por Felipe II con el fin de reprimir la herejía protestante. El duque de Alba, gobernador de la zona, para controlar las continuas rebeliones, impuso al menos un millar de condenas a muerte, entre ellas las de varios nobles flamencos, e incrementó fuertemente la presencia militar. La tardanza en el pago de los sueldos produjo motines entre los soldados que culminaron con el saqueo de Amberes en 1576, en el que murieron varios miles de holandeses. Se exageró la supuesta crueldad de la política del duque y la propaganda cargó las tintas sobre los hechos más sangrientos y despiadados con el fin de desprestigiar al invasor español. Esta visión será apoyada intensamente por Inglaterra que, a partir de la subida al trono de Isabel I (1558), ratifica el cisma con la Iglesia de Roma iniciado por Enrique VIII.
El príncipe Guillermo I de Orange, antiguo gobernador (estatúder) de Felipe II en los Países Bajos, fue uno de los principales líderes de la revuelta y su obra «Apología» (1580) se convirtió en uno de los panfletos de propaganda antiespañola más difundidos. Según el hispanista Felipe W. Powell:
(…) la Apología de Guillermo fue, sobre cualquier otro, el libelo de mayor impacto, y llegó a ser una piedra angular en la historia total de la Leyenda Negra. No sólo reiteró temas ya conocidos, incluyendo algunos tradicionales en Italia y Alemania, sino que inventó nuevos libelos y dio nuevo giro a los ya existentes. Este panfleto, traducido a las lenguas europeas de mayor difusión, fue ampliamente repartido. (Felipe W. Powell, La Leyenda Negra, pág. 126).
Guillermo elude los ataques políticos directos al rey y responsabiliza del mal gobierno a sus ministros: los gobernadores españoles de Holanda, en especial el duque de Alba, son títeres del Papa y Felipe II es un esclavo de la Inquisición. Haciéndose eco de las acusaciones de fray Bartolomé de las Casas remarca la crueldad natural de los españoles patente en las matanzas de indios en el Nuevo Mundo. También es el primero en publicar que Felipe II había ordenado la muerte de su hijo don Carlos y otras acusaciones personales hacia el rey. Asesinado en 1584, poco después de la publicación de la Apología, Guillermo de Orange se convirtió en mártir de la independencia holandesa y, aún hoy, es mencionado en la letra del himno nacional.
La hispanofobia también sirvió a los holandeses como justificación para intentar conquistar las posesiones lusas de ultramar, cuando éstas pasaron a formar parte del Imperio hispano (1580-1640) al heredar Felipe II el trono de Portugal, y empezar así a desarrollar su propio imperio.
Las relaciones de España con Inglaterra fueron relativamente buenas en la primera mitad del siglo XVI, durante el matrimonio de Felipe II con la reina católica María Tudor, pero se volvieron altamente conflictivas al consolidarse definitivamente el protestantismo bajo el reinado de Isabel I. Inglaterra fomentó la rebelión de los Países Bajos no sólo por solidaridad protestante frente al católico Imperio hispánico sino por la amenaza que representaba tener dominios españoles a tan poca distancia de sus costas. Por otra parte, el enfrentamiento también se planteó en el terreno económico y político debido a las estratagemas inglesas por participar a toda costa de las ganancias americanas.
A diferencia de los holandeses, cuyas críticas a España se dirigían al mal gobierno, la propaganda antiespañola inglesa se centró especialmente en la temática americana puesto que sus intereses iban en el sentido de crear su propio imperio en el Nuevo Mundo. La Leyenda Negra sirvió para justificar la piratería a naves y posesiones españolas en América. Al famoso pirata Francis Drake, que asaltó Santo Domingo y Cartagena, se le otorgó incluso el título de Sir.
Finalmente, en 1588, Felipe II se vio obligado a enviar a la «Grande y Felicísima Armada» con el fin de invadir Inglaterra. Su fracaso, debido más a las malas condiciones meteorológicas que a los méritos militares ingleses, fue utilizado por éstos para ridiculizar tanto a la que denominaron irónicamente «Armada Invencible» como a la monarquía española.
Gran parte de la propaganda antiespañola toma como fuente las críticas realizadas por los propios autores españoles, como Antonio Pérez, Reginaldo González Montano y Bartolomé de las Casas. Dichas críticas serán posteriormente exageradas y ampliadas en el extranjero convirtiéndose así en propaganda contra el Imperio hispánico.
Siendo secretario de estado de Felipe II, Antonio Pérez participa en una serie de intrigas palaciegas que finalmente le hacen caer en desgracia. Se ve obligado a huir y buscar refugio primero en Zaragoza, acogiéndose a los fueros del reino de Aragón, y posteriormente en Inglaterra. Aquí, bajo el pseudónimo de Rafael Peregrino, publica una serie de libelos contra Felipe II bajo el título de «Relaciones» (1594). Antonio Pérez acusa al monarca de mantener relaciones adúlteras con la princesa de Éboli y de ordenar la muerte de su primogénito don Carlos. La historiografía no ha podido probar la responsabilidad del rey en dicha muerte por lo que probablemente tras esas acusaciones se escondían motivos personales y políticos. De hecho, las acusaciones de Pérez fueron usadas como propaganda contra Felipe II por los holandeses en su lucha por la independencia. Guillermo de Orange añadirá, por su parte, nuevas acusaciones como la de bigamia, incesto, adulterio y la de ordenar la muerte de su esposa Isabel de Valois. La tétrica imagen creada en torno al emperador hará que sea conocido en el ámbito protestante como el «demonio del mediodía».
Las acusaciones de Reginaldo González Montano, protestante español exiliado en Londres, se centran en cambio en la Inquisición española. Montano construye un terrorífico relato en torno a las torturas y tormentos empleados por dichas institución. Su obra, «Exposición de algunas mañas de la Santa Inquisición española» (1567), fue profusamente traducida y reeditada en Francia y en los países protestantes.
Una parte principal de la Leyenda Negra se ceba especialmente con la Inquisición española, uno de los instrumentos para llevar a cabo la política imperial de Felipe II en Europa. La Inquisición española fue un tema recurrente entre los intelectuales europeos, que vieron en el Santo Oficio una simple maquinaria de practicar las más horrendas torturas. Y, en particular, fue una de las grandes obsesiones de los holandeses. En este sentido, todas las obras de la época intentan describir con el máximo morbo posible los sangrientos procedimientos inquisitoriales.
La Inquisición moderna fue creada por los Reyes Católicos a través de una bula del papa Sixto IV, en 1478. Pero mucho antes ya funcionaba la llamada Inquisición medieval en países como Francia o Alemania donde se encargaba de perseguir a los herejes, como los albigenses franceses. Por otra parte, los países protestantes, una vez libres del control de Roma, crearon sus propias Inquisiciones, mucho más crueles que la española. Así, en sus tres siglos y medio de existencia, la Inquisición española mandó ejecutar a unas cuatro mil personas (la inmensa mayoría judaizantes), mientras que en un periodo de tiempo mucho menor se quemaron doscientas mil brujas en el Norte de Europa o se ejecutaron también cientos de miles de católicos en la Inglaterra de Isabel I.
La Leyenda Negra americana se apoya principalmente en las denuncias que hizo fray Bartolomé de las Casas y que plasmó en su «Brevísima relación de la destrucción de las Indias» (1552). El libro es una relación, tendenciosamente exagerada, de los excesos que acompañaron al descubrimiento. Así, Las Casas habla de 30 a 50 millones de indios muertos en la isla de La Española cuando la población es probable que ni siquiera llegase a los 14 millones de habitantes (población actual). Sin embargo, sus denuncias llevaron a la adopción de leyes de protección de los indios, como las «Leyes Nuevas» (1542), por parte del emperador Carlos I. Éste llegó incluso a detener la conquista (1550) hasta que una junta de expertos en teología y leyes no dictaminasen si se estaba obrando correctamente. En dicho contexto tiene lugar la «Controversia de Valladolid» entre Ginés de Sepúlveda, que defiende la guerra justa contra los indios, y Bartolomé de las Casas que se opone.
La obra de Bartolomé de las Casas fue rápida y profusamente publicada por los impresores protestantes mientras que ignoraron la obra de Bernal Díaz del Castillo, favorable a la labor de conquista española. El grabador y editor holandés Teodoro de Bry (Frankfurt) se encargó de añadir a la obra de Las Casas ilustraciones que describían fielmente la narración que el dominico hacía de las supuestas atrocidades realizadas por los españoles en América.
Hay que tener en cuenta que la propaganda es el elemento fundamental de difusión de la Leyenda Negra y la imprenta, desarrollada precisamente en tierras protestantes, el invento que la hace posible, bien en forma de libros o, más frecuentemente, en forma de panfletos y libelos baratos y fáciles de distribuir. Puesto que la mayoría de la población no sabe leer, estas obras van profusamente ilustradas con imágenes y grabados en los que se describe morbosamente las supuestas torturas de la Inquisición española o las fantasiosas matanzas de indios que los españoles realizaban en América.
Ya hemos dado algunos apuntes sobre las exageraciones o falsedades en las que se basan los relatos que constituyen la Leyenda Negra. Existe al respecto una bibliografía cada vez más abundante que pone en evidencia las acusaciones contra España. Sin embargo, lo que aquí nos interesa, desde el punto de vista de la filosofía de la Historia del materialismo filosófico, es contraatacar la Leyenda Negra desde la Idea filosófica de Imperio.
Hemos visto cómo los orígenes de la Leyenda Negra están vinculados al establecimiento de España como Imperio efectivo. Pese a que Felipe II nunca se tituló emperador, la denominada Monarquía Hispánica se extendía a lo largo de 40 millones de km2 (el Imperio más grande hasta la fecha), territorio que eclipsaba con creces al imperio oficial, el Sacro Imperio Romano Germánico, heredado por Fernando I de Habsburgo de su hermano el emperador Carlos V. Y es que, con el descubrimiento casual de América (a consecuencia del ortograma imperialista heredado de los primeros reinos cristianos en su intento de recubrir a los invasores musulmanes) España se convierte en un Imperio Universal y empieza a ser temida y odiada.
Los enemigos del Imperio español son otros imperios. Bien imperios emergentes, como Inglaterra y Holanda, bien imperios ya en marcha, como el imperio turco o los imperios azteca e inca, o bien eternos aspirantes a constituirse en imperio, como Francia. El Imperio español es el que lleva la voz cantante en el sentido de mantener el «orden mundial» frente al Islam y el Protestantismo. La Pax Hispana logrará coordinar entre sí una serie de reinos y virreinatos y se mantendrá más o menos estable durante cuatro siglos hasta la invasión napoleónica.
Es en esta dialéctica de Estados (o de imperios) en la que, como estrategia para minar el poder del Imperio español, surge en el ámbito protestante toda la maquinaria propagandística antiespañola de la Leyenda Negra que, como ya hemos señalado, se dirigirá tanto a la propia persona del monarca, Felipe II, como a su política imperial (en la medida que dificulta el despliegue de los otros imperios), como a las instituciones por las que dicha política se lleva a la práctica (tales como la Inquisición o el Real Patronato de Indias) o como, en última instancia, a los propios españoles.
La Monarquía hispánica se sustentaba filosóficamente en lo que Gustavo Bueno denomina Idea «metapolítica» de Imperio, consistente en que para que el Imperio Hispánico fuese Universal y, por tanto, generador requería estar fundado en una Idea metapolítica, es decir, una Idea que estuviese por encima de los meros intereses políticos depredadores. Esa Idea metapolítica será la Idea de Cristiandad.
Necesariamente, España, como Imperio generador, no puede constituirse sobre reinos bárbaros o herejes, lo cual implica una necesaria uniformización cristiana. Su condición de Imperio generador (civil) y no depredador (heril) le obliga a constituirse como Imperio cristiano (católico):
(…) el Imperio Universal Civil (no «heril») sólo puede ser un Imperio conformado sobre reinos cristianos ya existentes o por crear; no puede ser un Imperio conformado sobre sociedades bárbaras o idólatras, ni tampoco un Imperio de dominación sobre pueblos cismáticos (musulmanes y, acaso también, protestantes). Según esto, si el Imperio debe ser cristiano no es tanto como medio de lograr la más plena unificación política (es la interpretación ordinaria), sino como el único modo de lograr la unificación política misma de los pueblos de un modo no depredador o tiránico. (…) No se tratará, por tanto, de extender más y más el Imperio por vía de la dominación, de la depredación o de la tiranía. Un Imperio generador sólo puede crecer sobre los pueblos cristianos (o dirán otros: «sobre pueblos civilizados»), y no para arrebatarles las tierras, las leyes o los fueros, sino para mantener la paz entre los reyes y los príncipes soberanos e independientes. (Gustavo Bueno, España frente a Europa, pág. 342)
Pero eso no quiere decir que Felipe II sea un títere del Papa o de la Inquisición, como señalan algunos de sus críticos cargando las culpas sobre la Iglesia. Es un error pensar que el Imperio español esté subordinado a la teología católica y al «poder espiritual» del Papa que lo utilizan con fines evangelizadores para fabricar más cristianos. No se trata de que España, ajena a la modernidad, esté presa aún de la herencia medieval manifiesta en la fórmula de «por el imperio hacia Dios». Más bien, al contrario:
Sólo porque se actuaba en nombre de Dios (del Dios cristiano) el Imperio podía ser universal: «por Dios hacia el Imperio», podría ser la fórmula del Imperio hispánico (…). (Gustavo Bueno, op. cit. pág. 347)
Por consiguiente, era el propio Felipe II el que se valía del poder espiritual, representado en la cristiandad católica, para poder llevar a cabo su política imperial:
El dogma católico, tal como se formuló en Trento, equivalía, para Felipe II (…) a lo que la «Declaración Universal de los Derechos Humanos» de 1948 representa hoy para los Imperios o Estados modernos: la trama normativa fundamental a partir de la cual puede empezar a ponerse en ejecución la política efectiva. En este sentido, el Concilio Ecuménico de Trento podría ser interpretado como una operación al servicio de la política de Felipe II (de la misma manera a como la Asamblea «Ecuménica» de la ONU, que proclamó la «Declaración Universal de los Derechos Humanos», puede considerarse como una operación al servicio de las Potencias capitalistas victoriosas de la Segunda Guerra Mundial. (Gustavo Bueno, op. cit. pág. 351)
Precisamente, gran parte de la Leyenda Negra se basa en acusaciones hacia dos instituciones, la Inquisición española y el Real Patronato de Indias, que nacieron como privilegios que el Papado había concedido a los reyes Católicos para que apoyaran la evangelización y el establecimiento de la Iglesia Católica en América. Sin embargo, lejos de ser instituciones medievales al servicio de Roma serán, en la práctica, instrumentos al servicio del Imperio hispánico durante cuatro siglos (del siglo XV al XIX), y que:
(…) suponen el «desbordamiento del papel de la Iglesia católica por parte de la empresa imperial como distribuidora de la “ley de Dios”, toda vez que esta distribución dirigida a “todos los hombres” se lleva a cabo a través del Imperio, y se lleva a cabo hasta donde el Imperio puede (hasta donde le dejan otras potencias políticas y no políticas). (Atilana Guerrero & Pedro Insua, España y la «inversión teológica», El Catoblepas nº 20, pág. 19)
Tanto la política inquisitorial española como la política de conquista del Nuevo Mundo son mostradas como ejemplos de intolerancia, fanatismo, crueldad y depredación. Sin embargo, resulta completamente anacrónico tachar de intolerante la política inquisitorial de Felipe II por sus leyes que prohibían imprimir o introducir libros heréticos o ir a estudiar o a enseñar a las Universidades de países protestantes. La tolerancia sólo comenzó a considerarse como virtud a partir del siglo XVIII, cuando se transformó en un mero equilibrio de fuerzas entre la Iglesia de Roma y las Iglesias protestantes. No sólo España, tampoco los demás países, en esta época, predicaban la tolerancia. Precisamente de la intolerancia política dependía la supervivencia de los distintos Estados e Imperios que se estaban desplegando simultáneamente al Imperio hispánico. Por otra parte, las Iglesias reformadas no eran precisamente una luz de modernidad frente al oscurantismo de la Iglesia católica:
(…) como si el fideísmo de Lutero no representase el espíritu frailuno más medieval y arcaico, que incluía el odio a los judíos, un odio que fue, por cierto, reutilizado en época de los nazis. (…)Las leyes de Felipe II de 1518 y 1519 («ley de Aranjuez») prohibiendo imprimir, introducir o vender libros heréticos o prohibiendo a los letrados ir a estudiar o a enseñar a Universidades de países protestantes tenía, por tanto, un alcance político comparable al de nuestras leyes actuales prohibiendo editar o vender libros nazis que defiendan el «holocausto» o incluso que nieguen su existencia; o el de otras leyes que prohíben ir a estudiar o a enseñar a las llamadas «sectas destructivas» (Gustavo Bueno, op. cit. pág. 349)
En cuanto a la conquista de América, es indudable que en sus inicios se realizaron innumerables tropelías, crueldades y actos criminales, muchas de ellas inevitables y otras totalmente gratuitas. Sin embargo, la intención del Imperio (finis operis) no era esa pues, ya en fecha tan temprana como 1512, los Reyes Católicos promulgan las Leyes de Burgos con el fin de salvaguardar los derechos de los indios, especialmente en lo concerniente a que no podían ser esclavizados. El Imperio tenía un claro carácter generador. Pero la realización de tales objetivos (finis operantis) hace inevitable un cierto grado de depredación por parte de los individuos que ponen en práctica los fines generadores del Imperio. Como señala Gustavo Bueno, no es que el Imperio tenga un lado bueno y otro malo, un anverso y un reverso (la cruz y la espada). Todo depende de la escala con la que observemos la realidad. Si nos movemos a pequeña escala, es decir, a escala «molecular» observaremos las actividades más o menos predadoras de los individuos particulares, mientras que si nos movemos a gran escala, es decir, a una escala «molar» tal vez podremos vislumbrar que los mezquinos fines de los elementos moleculares sirven para que el Imperio, por encima de ellos, ponga en marcha toda su actividad civilizadora y generadora:
Los españoles no emprendieron sus expediciones, con los terribles sacrificios que ellas comportaban, para ir a las selvas o a las playas americanas a recitar el Beatus ille, aunque muchos contemporáneos nuestros desde su más pura conciencia ética y ecológica nos digan, en sus lamentaciones, ante la Historia de los Imperios, que eso es justamente lo que debieran haber hecho. En general, cabría decir que la potencia de un Estado y, en particular, la de un Imperio, no se mide tanto por el grado de identificación o de «entrega» a sus planes y programas que puedan tener los ciudadanos o los grupos de los ciudadanos que lo integran; cada grupo, como cada ciudadano, se mueve en función de sus fines particulares («moleculares») y lo importante es que el Estado, o el Imperio, haya sido capaz de tejer una red («molar») capaz de canalizar los «efectos de masas» resultantes de la conjunción de los grupos particulares, y de los excedentes que así se obtienen, para aplicarlos a la realización de sus propios proyectos generales. (Gustavo Bueno, op. cit. pág. 354)